Yepes

Nunca me habían llevado a La Mesa de Ocaña. Una comarca toledana que esconde rincones que merecen la pena ser descubiertos. A 39 kilómetros de Toledo está la Muy leal villa de Yepes. Antes de llegar pude ver en Google que este municipio estaba catalogado como conjunto histórico-artístico. Y es verdad. Nada más entrar asomé mi melena pelirroja por la Puerta de Toledo, o Arco del Carmen, una de las cinco puertas de uno de los dos recintos amurallados que tuvo la villa en época medieval. Una de ellas, la del Hondón ya está desaparecida. Por las otras tres pasaré más adelante.
La gente me mira con incredulidad. ¿Será mi pelo rojo? ¿Serán mis coloretes? No están acostumbrados a una especie como yo, nada oriundo, así que pronto se extenderá que hay un forastero de turismo. Ya puedo divisar la joya que tiene Yepes, su colegiata de San Benito Abad, una construcción del Siglo XVI dirigida por Alonso de Covarrubias, conocido por ser maestro de la Catedral de Toledo. Aquí se la conoce como la ‘Catedral de La Mancha’, y aunque no es catedral ni está en La Mancha, por su grandiosidad desde luego que el título no le viene grande.
Es un edificio de piedra blanca de finales del Gótico y principios del Renacimiento que consta de tres naves, más dos series de capillas laterales a los pies de una esbelta torre en tres cuerpos de unos 70 metros de altura. Su retablo es espectacular y encima he tenido la suerte de contemplar los lienzos que Luis Tristán, discípulo del Greco, pintó en 1616 y que este año celebran su IV Centenario. Me han dicho que merece la pena visitar Yepes en la procesión del Corpus Christi, con un recorrido lleno de toldos, adornos florales y reposteros y colgaduras en los balcones. Pero recientemente han estado también de fiestas por la Santa Reliquia. Me cuentan que es un trocito de corporal que se trajo el obispo de Tarazona (Zaragoza), Fray Diego de Yepes, en el siglo XIV después del milagro eucarístico que se produjo en la localidad de Cimballa cuando el sacerdote dudó al consagrar y de la forma brotó sangre en 1410. La gente la venera con mucha fe.
Habitualmente la tienen en la capilla barroca dedicada al Santísimo Cristo de la Vera Cruz, el patrón del pueblo. Es de interés el pequeño museo de orfebrería de los siglos XV al XIX y la custodia con el escudo municipal que procesiona en el Corpus Christi. Un león rampante aferrado a la custodia. Porque los yeperos, cuando se la robaron los sarracenos en 1390 en la procesión del Corpus, corrieron como leones para recuperarla.
Se está fresquito dentro pero hay que salir para contemplar la iglesia por fuera desde la plaza Mayor, de planta rectangular tras la reforma del Palacio Arzobispal en el siglo XVIII. Otro edificio que llama la atención por su conjunto de soportales y en cuyos muros se firmaron los esponsales de los reyes católicos. Allí residió en esos momentos el turbulento obispo Alonso Carrillo, muy fiel de la causa de la reina Isabel.
Tengo que seguir dando vueltas por el casco antiguo, algo abandonado pero por el que aparecen otros monumentos que admirar. Del primer recinto amurallado puedo apreciar dos torreones medievales, uno de base semicircular y otro de base cuadrada a los que no se puede acceder porque son propiedad privada. No quiero perder el tiempo porque la vista me alcanza para ver otra puerta, la de la Villa, también conocida por los yeperos como Arco de San Cristóbal. Muy cerca se encuentra la Picota, un rollo jurisdiccional del siglo XV de estilo gótico y está adornado con perlas isabelinas. Yo he podido sentarme pero no para que me ataran como a los condenados para avergonzarlos ante la gente.
Por un momento creía que estaba en Toledo. Bajé por una cuesta bastante empinada que no quiero imaginar cómo la sufren los toros en los encierros de las fiestas patronales de septiembre.
 
Abajo está la plaza de Toros, construida en 1984, justo al lado de una de las zonas verdes, el parque de la Alquitara. Los niños pueden pasar el rato, jugar con la arena y divertirse con los columpios. A los amantes de la cultura como yo nos llaman la atención las dos fuentes medievales que se utilizaron como lavaderos hasta el siglo XX. Una es la Fuente Arriba y otra es la Fuente Abajo por su antigua situación.
Sólo me queda seguir paseando y encontrarme con sus muchas casas solariegas. Yepes fue un lugar influyente en el Siglo de Oro y hoy queda esta huella, como otros tesoros de menor envergadura pero no menor importancia como son la Cruz Verde, la talla del Cristo de la Luz o la antigua sinagoga del barrio judío.
No quiero perderme tampoco la Puerta Nueva, o de la Lechuguina, y la Puerta de Madrid, o Arco de San Miguel. Me las he imaginado cerradas y cómo sería la vida yepera en esa época en la que convivían las tres culturas, judíos, cristianos y musulmanes. Tenían mucha actividad los hospitales, el de San Nicolás, que hoy necesita un lavado de cara, y el de la Concepción, cuya ermita se usa actualmente como museo o para representar obras. Sí, sí. Ahora que caigo, me tengo que leer el auto sacramental que escribió Calderón de la Barca para el Corpus de Yepes, ‘El Mágico Prodigioso’. Gracias a esta obra, Yepes rinde tributo al dramaturgo con las Jornadas Calderonianas, otro motivo para volver a esta localidad.

Es momento de salir por donde he entrado. Pero… un momento. Se me había pasado ver el Convento de San José y San Ildefonso, de estilo barroco (siglo XVII) y con una iglesia que esconde lienzos de gran valor artístico en el que viven su vocación las Carmelitas Descalzas. Es una pena que no se conserven los otros tres que hubo en la villa, el de los franciscanos, el de San Antonio de los predicadores de Santo Domingo y el de las religiosas de San Bernardo.
No tengo tiempo para más. Sé que tengo que volver con más tiempo para saborear Yepes. Me conformo con hacerlo en casa porque me voy cargado de bolsas con dulces típicos, melindres, turcos, bollos de aceite y un hornazo que me han fabricado a propósito (sólo los hacen para Semana Santa). Para que entren bien, un poco de vino y el afamado limoncillo en algunas de sus variantes, que como pruebe de todas no me voy a acordar de nada.

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