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Arquitectura Negra V: Campillo de Ranas

Legamos a Campillo de Ranas ya tarde. Íbamos preocupados por la gente de la casa rural La Era de la Tía Donata. 
Aunque María, la dueña, una chica muy simpática, nos había dicho que no nos preocupáramos, que en el pueblo estaban de fiesta, y si no estaban allí, les teníamos que buscar en las pistas de baloncesto, donde estaban echando unos partidos. Ni que decir tiene, claro, que no hay cobertura en el pueblo.
Nosotros aprovechamos para dar un rápido paseo por la localidad. Era más grande que El Espinar, y nos gustó muchísimo. Como los demás pueblos del entorno, Campillo es una preciosa muestra de arquitectura negra, con todas sus casa, calles y tapias de pizarra. Pero también tiene algo más. Campillo es acogedor. Tiene vida, tiene familias, tiene niños jugando al baloncesto y gente muy sana, desde los vecinos de toda la vida, a los que lo han dejado todo y se han ido a vivir a este paraíso en la montaña.
Eran fiestas, había baile, bares abiertos (lo cual era una novedad ese día) y encima, lluvia de estrellas. Pero la casa rural y sus dueños era tan acogedores, que decidimos quedarnos allí, disfrutando del entorno.
A la mañana siguiente, con energías renovadas, seguimos los concejos de don Camilo, y conocimos Campillo de Ranas de día. De día de resaca, con casi nadie en la calle y todo cerrado, pero de día. Bueno, con el pueblo para nosotros.
Campillo es uno de los rincones más atractivos de la comarca. Y está más adaptado para el turismo. El que no haya cobertura, quizás sea hasta una ventaja. Hay varias casas rurales, algún restaurante y bares, tiendas y artesanos, y hasta un planillo turístico. Existe hasta un pequeño museo de miniaturas, en el que un artista local reproduce viviendas de la arquitectura negra.
Saliendo de La Era de la Tía Donata, comenzamos nuestra visita por la pista de baloncesto, que está en las antiguas eras. Desde allí, tenemos unas vistas preciosas del pueblo. Muy cerca está la iglesia de María Magdalena, cuya torre se ha convertido en el símbolo de la comarca. Justo en frente de la misma, encontramos el único horno exterior que aún hoy se conserva.
Bajamos por la calle de la Iglesia, pasando por la plaza Mayor, hasta el Ayuntamiento. Nos quedamos con ganas de comprar miel, pero claro, era el día después de la gran fiesta, y ni escucharon que llamamos al timbre. Las casas residenciales son una pasada.
Dando un pequeño rodeo, empieza a oler mal. Llegamos a una vaquería. Estamos en las afueras del pueblo, tenemos que pasar por una puerta de ganado y nos aceramos al arroyo. Allí podemos ver unas vistas preciosas a los huertos y, al fondo, la montaña. Podemos parar un momento y disfrutar de la naturaleza, quizás comer algo de fruta.
Si continuamos dando la vuelta, nos encontramos varios endrinos, que es el árbol con cuya fruta se hace el pacharán. Después vemos varias zarzamoras y un bosque de encinas y robles. En unos metros, volvemos a la plaza Mayor, de allí a la era, y nos vamos camino de Burgo de Osma.
Nos quedamos con las ganas de ver el Roble Hueco, que es un símbolo del pueblo, a sus afueras, junto a unas bonitas urbanizaciones, que siguen el estilo de la arquitectura negra.
Decir que el camino fue toda una aventura, y que sin cobertura ni GPS, atravesamos una bonita carretera, la mayor cuesta por la que he pasado, y después por casi veinte kilómetros de pistas forestales, varias horas para acabar en Majaelrayo, a escasos kilómetros de Campillo. Al menos el recorrido valió la pena.



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